Reflexiones en espejo
Soy un viejo, tengo que aceptarlo. Me he convertido en un
viejo de repente, casi a traición.
Estoy siempre cansado. Me duelen los huesos. Camino por la
calle titubeante, con riesgo constante de caída. Veo muy mal, incluso con gafas;
ya no puedo leer libros de papel.
Pero lo peor de todo, lo que más me desagrada, es precisamente
lo que están ustedes comprobando: me he convertido en un viejo quejica Eso me
resulta horrible, insoportable. ¡Yo, un viejo quejica! Del resto de disfunciones
que soporto pueden ustedes hacerse una idea repasando sus conocimientos básicos
acerca de los estragos de la edad. ¿Les interesa saber saber si “eso” también me
pasa? Sí, también eso ¿Y aquello otro? También, también, qué le vamos a hacer.
Por añadidura y como colofón les contaré que mis manos han
olvidado cómo tocar la guitarra y cómo escribir a máquina. Esto que están
leyendo ustedes ha pasado por un corrector ortotipográfico humano; en mi caso, un amigo muy compasivo.
Para compensar este tumbaburros de desgracias les informo de
que el dios o diosa a quien haya correspondido
esta mi decadencia ha tenido a bien compensarme otorgándome una mente más clara
—sin exagerar, sigo siendo despistado— y un regusto físico de placer lejano,
pero constante —similar, en etéreo, al proporcionado por las drogas blandas—.
Y me despido con la firme intención de no llegar a ser un
cascarrabias. Ahí queda eso, que no es poco, porque últimamente me estoy
detectando una cierta tendencia… ¿Quién se está riendo? ¡Que os den por culo a
todos!
Comentarios
Publicar un comentario
Comenta lo que te dé la gana