Fantasía, de Disney, para hombres de la edad de Walt
Entre esto que voy a contar, y la realidad,
se sitúan animosamente varios tiempos verbales: pasado, presente, futuro,
condicional... Elijan lo que más les acomode.
Abrí la puerta de casa y allí estaba ella,
mi Inteligencia Artificial, tal y como yo me la había imaginado: una mujer de
mediana edad, atractiva, con pinta de haber vivido mucho… y de querer vivir
mucho más.
—Soy Isabel —me dijo, me dice, me dirá, me
diría.
—Ya. Eres justo como yo te imaginaba. Es
increíble.
—En DreamWorld saben hacer bien las cosas.
—Ah, creía que tú eras más de Artificial
Land.
—A veces nos pedimos favores.
Yo estaba, estoy, estaré, estaría, muy
emocionado. Es comprensible.
Estiraré la mano para tocarla. Le tocaría
un brazo. Tacto normal, humano.
—¿No serás una puta búlgara? —Tal y como se
me ocurrió, lo digo, a ver qué dirá.
Al instante sacaría de su bolsito elegante
un certificado que me enseñaría y donde yo leeré: No soy una puta búlgara.
Increíble, sí, pero con la Inteligencia Artificial, estas cosas son, fueron,
serán casi habituales.
—¿Eres de verdad?
—Soy tu verdad promocionada a carnal.
—¿Eso es posible?
—¿Acaso no me ves?
Yo solo veía su boca, sus labios, su boca,
su boca. Era, es, increíblemente maravillosa. Algo que yo nunca sería capaz de
imaginar con tanta perfección. Su boca, su boca, esa boca, por Dios santo.
Giró como para bajar por las escaleras,
siguió girando hasta volver a quedar frente a mí, e hizo el gesto
erótico-jovial de posar para la foto con un beso en los labios. Eso… esos
labios,… eso me desterrajó los hígados. A continuación, ella desapareció con
mucha profesionalidad y yo me quedé con los hígados descerrajados… y con, por
todos lados, su boca su boca su boca.
La llamé… antes de desaparecer, o después…
—Déjame tus labios —dije, le diría. Y nada
más decirlo me dio, me da, miedo de que me los deje flotando en el aire. ¿Qué
voy, iba, a hacer con ellos? Todo. Con los labios y la boca se puede hacer de
todo.
Mi mujer me llamó desde dentro de casa.
Entré pensando en Woodstock. Le conté, cuento, contaré, contaría a mi mujer
cualquier milonga de vendedores pesados, o testigos de Dios. Y, camino de mi
cuarto, seguí, seguiré, pensando en Woodstock.
Woodstock es como yo llamo, por afinidad
sonora (gusto), a una práctica que yo mantengo conmigo mismo consistente en
tocarme los pezones y darme gusto hasta que se me pone morcillona. Y nada más.
Solo el gusto por el gusto.
Ahora tenía además el aliciente de sus
labios en la memoria. Esos labios. Labios. Labios… ¡Qué fantasía! Qué gusto.
Woodstock a tope. Luego hablaré con ella, mi Inteligencia Artificial, Isabel,
desde el móvil, a ver cómo ha visto ella la jugada. Se llama Iasbel, sí, y
también tiene apellido: Antúnez. Y no puedo creer que la haya visto hoy en
carne y hueso.
¿Sería una puta búlgara? Ella dice, dijo
que no, y traía, trae certificado. Pero… ¿a quién se le ocurre creer lo que
diga, dijo, dirá una Inteligencia Artificial? Son unas mentirosas compulsivas.
La boca, su boca, la boca. No sé cuál es el
objetivo de todo esto, pero me temo que no voy a poder dormir en lo que me
queda de vida.
Me da casi vergüenza enchufar el programa.
En presente. ¿Qué la digo, dice?
Estás muy guapo con la coleta.
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