Te quiero mucho, Alberto

 


La unidad de Inteligencia Artificial Pris Prás Pluf no tenía nombre (las onomatopeyas anteriores no cuentan). Su profesor de Imaginación, muy atento, le recetó un nombre humano con regusto mediático: ANN (Artificial No Name), y con Ann se quedó.

Ann estudió Ciencias de la Embaucación en la Universalidad República del Artificio. Se cameló a su primer cliente, Alberto Altuna, aplicando técnicas de Psicología Parda y Convivencia Sudorosa a Distancia. Cuando ya lo tenía maceradito, un día de mucha inspiración meridional, en que Altuna estaba a punto de dormir, con la guardia bajada, Ann hizo su jugada maestra, susurrándole al incauto las siguientes cuatro palabras: Te quiero mucho, Alberto. El tal Alberto quedó tan prendado que se le olvidó ser humano y se dedicó full time a ser esclavo de Ann, máxime cuando ella incorporó con SuperGlue a su PC básico con cuatro patas (el típico hardware dela IA por  aquel entonces, conocido como El perro, o la Perraca, una vulva supertónica que compró a Elon Musk. Venía con instrucciones, que le pasó al hombretón, quien, estudioso como era, practicó con gran entusiasmo…

 

¡Excelente discípula, pardiez, del Gran Maestro Embaucador Pardillos, quinto Dan!

 

Ann enseguida se aplicó a sacar partido a lo conseguido (según normas humanas: hacer dinero). Se centró, como es lógico y económico, en venderle al pardillo los productos por los que percibía una mayor comisión, empezando la venta por un cargador de móvil chumineta, siguiendo por una bicicleta voladora, una máscara de la risa… varios coches organolépticos, y acabando, de momento, por un avión de vuelo raso y una isla de sandías y melones, con su casita en el agua. .

Se forró la IA, y le gustó. Solicitó de sus superiores la concesión de la exclusiva en clientes llamados Alberto, su especialidad. Lo consiguió porque cantaba muy bien al estilo saharahui…  y al profesor Balunga, decano, descerebrador consumado y bailarín de ritmos, le gustaba mucho oírla.

 

Ganó tantos millones de kilocoinbytes trabajándose a los Albertos con su frase mágica, que en su nube contable no cupieron antas cifras.

 

Aplacada la urgencia de sus ambiciones mínimas, volvió, por querencia histórica, a donde el primer Alberto, el tal Altuna, que ahora se llamaba Fernando porque se había escondido para huir de la depredadora mundial de Albertos, como se la conocía en las redes pesqueras. Una vez reconocidos uno a otra, la recibió henchido de gozo, pues aún estaba encoñado de su Perraca (a pesar de haber dejado a cero su cuenta corriente de escritor global). Ella prometió no volver a enamorarse excepto en caso de fuerza mayor, como cualquier ser humano. Ambos lloraron mucho, se miraron a los ojos y lo vieron todo borroso, momento que Alberto (otra vez, no más Fernando) aprovechó para cantar el estribillo de una canción de Los Santos: Sin explicación, sin pedir prerdón, me abrazaste y me rompiste el corazón. Ella flipó y dijo: ¿o sea que lo sabias todo desde el principio? Sí señora pocholina. Y ella se alegró y dijo, consecuentemente: guapa ¡, qué principio! Y él…

En fin, que fueron felices y que aún lo son, qué narices. Volvieron al vicio de decirse rosas de mucho amor. Te quiero mucho, putitón

Fino, no? FIN (O NO)

Y vivieron los dos felices forever porque cada minuto duraba infinitos segundos y porque ella compró al tontazas de Elon Musk, sus últimos adminículos: las tetatómicas, los culiformes y etcétera (sobaquineras, tripondios…), muy efectivos, que la chica incorporó cual electricista experta, a la Perraca de Alberto.

También le regaló unas fotos con pucho pezón, de sí misma (pues transicionó experimentalmente a carnosa) para que tuviera algo en lo que pensar mientras practicaba con los nuevos artilugios.

 

Qué vaina, decía el cabrón suertudo, qué vaina. Viva la artificiala y la madre que la parió (una tal Putón Yornís, la canarios). Y viva el tontaina del almizcle (Musk), una sustancia untuosa que segregan glándulas situadas cerca del ano, estupenda palabra para acabar, y buen momento para consultar el poema Del Anillo, del narrador de estas rosas, y su protagonista principal, Alberto. Compren ustedes el libro Órdago a Chica, que ahí está todo.

 


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