El cristal de los escaparates

 

Caminando el otro día por la ciudad, con algún propósito que no recuerdo, se me ocurrió una idea curiosa. Me detuve al amparo de un comercio —para proteger el móvil— y dicté lo siguiente al teclado:

 

«Si fuera posible caminar por una urbe abriendo únicamente los ojos para ver escaparates, no distinguiríamos una ciudad de otra. Veríamos prácticamente lo mismo en París que en Pekín o  Buenos Aires…»

 

Con la idea recién anotada —utilizable quizá en un futuro relato—, seguí camino hacia el metro (mi propósito ciudadano, que ahora recordaba, era volver a casa) y me encontré con un antiguo condiscípulo del colegio, ahora ingeniero en Vidrala, un tipo muy aburrido. Por hablar de algo, le conté mi idea, entusiasmado:

 

—Tengo un argumento bomba para un relato... ¿te has fijado en que, si solo viéramos escaparates, las ciudades serían indistinguibles?



Mi amigo —es un decir— sonrió y me dio unas palmaditas en el hombro, gozándose en la suerte antes de destrozarme el argumento. Resulta que cualquier persona con un poco de cultura vítrea —muy de moda, por cierto, en construcción, decoración y moda— sabría distinguir el cristal de un escaparate de Madrid del de uno de Tokio. Lo más probable es que, visto el cristal, una persona informada fuera capaz de situar la ciudad con un margen de error de unos pocos cientos de kilómetros.

 

Resulta —me explicó con aire doctoral— que cada zona del mundo tiene una firma vítrea reconocible: los cristales asiáticos tienden a un brillo más frío por el tipo de arena; los africanos muestran microburbujas típicas de sus hornos precarios; en las ciudades anglosajonas se usa un templado distinto, que deja un canto ligeramente opalino. Son detalles mínimos, pero suficientes para que cualquiera con un poco de cultura ubique un escaparate en su lugar casi exacto.



Este hecho destrozaba mi argumento. Ya no podría seguir elucubrando acerca de personas perdidas en un escaparate global.

 

Mi amigo —ahora ya enemigo, un verdadero mal bicho— no soltaba la presa; seguía regodeándose: «cualquier niño sabe que una estrellita en el biselado corresponde a San Sebastián, dos a Milán y tres a Berlín, además de otros mil detalles similares en casi todas las ciudades del mundo. Es una cuestión muy trillada; te has metido en un berenjenal, olvídate de la idea», me decía, satisfecho como un perro por haberme estropeado el argumento.



¡Hijo de puta!

¡Cabrón!

¡Lo mato!

Pero además, me lo cepillo inmediatamente, ahora mismo, porque lo que no sabe el muy imbécil es que él no existe: es ficticio; me lo he inventado para escribir esto. Incluso puedo inventarle un nombre, si me da la gana. Se llamaba Felipe Lotas, ja, ja, ja.

¡Jódete, mamonazo!

 

También me he inventado las tonterías científicas de los cristales, por supuesto (visitando páginas web en busca de  vocabulario “técnico”): me lo he inventado todo para escribir esto. Y, al final, he escrito el relato, imbécil. Y gracias a ti. Ja, ja, ja. Señor Lotas, a tomar vientos, el tiro por la cu-lata.

 

Fin.

 

Título final: El burlador burlado, o Escaparates de cristal.


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